Es difícil
entender hasta qué punto las artes ayudan al hombre a preservar su esencia. Es
igual de difícil entender o intentar comprender desde que punto pueden ser
consideradas las artes “útiles” para el desarrollo pleno de la raza humana. Hoy
en día todo está completamente tecnificado, todo tiene un fin, todo tiene un
propósito, todo tiene una mecánica utilitarista. Lo sublime, lo bello, ha
pasado a un plano completamente superfluo o hasta lúdico, se pasa por alto sin
reflexión.
No siempre fue así.
En los tiempos de transformación más
cruciales que ha atravesado el hombre estos siempre han estado acompañados por
unos complejos engranajes de elementos que los potencian y que determinan el rumbo
de los acontecimientos. Como una red de interconexiones de acciones u omisiones
que marcan el rumbo de la historia a partir de hechos, deshechos, pensamientos,
palabras, verbo, pinceles, homicidios y gente loca, gente enferma también.
El arte, fundamentalmente, sin él no
tendríamos registro de todo lo que nos ha pasado durante tanto tiempo, gracias
al arte encontramos formas de representar y reproducir. Los antiguos
encontraron la forma de decir nosotros fuimos. Nosotros, lamentablemente,
estamos dejando de ser así como ellos fueron. El arte, la imagen, después las
palabras, y las ideas se fueron engranando y perfeccionando para dar paso a la
literatura y poder emprender un camino en el que nos podemos hallar a nosotros mismos.
La literatura y sus hacedores más
comprometidos, como Tolstoi, en su afán de darnos luces y representar la
realidad, en la forma que sea, han encontrado en un período crucial de nuestra
historia (s. XIX) la manera de dejar una advertencia tangible de aquello en lo
que estaba mutando el mundo con tanta tecnología, organizaciones sociales
construidas sobre artificios barrosos y falta de sensibilidad humana, falta de
individualidad, falta de unicidad.
El mundo en el que vivió Tolstoi fue
un mundo marcado por la constante transformación de las capas sociales y de los
medios de producción sobre los que era cimentada la sociedad moderna. En esa
sociedad cimiento en la que vivió el autor de La muerte de Iván Ilich este pudo contemplar como la industria se
abría paso dentro de la conformación misma del tejido social. Y una de las
formas de darse cuenta, al igual que muchos otros, fue mediante un
cuestionamiento filosófico serio sobre el carácter de la vida, la enfermedad y
la muerte dentro de esa sociedad en transformación. Cuestionamiento que fue
abordado de manera bastante efectiva mediante la narrativa, mediante la
creación de literatura, de arte. Estos cuestionamientos pasan a enlazarse con
otro instrumento particular que lograr crear una base sólida en sus argumentos
a través de la ciencia: la medicina. La literatura se torna, pues, en un intento
por generar un diagnóstico de los males que aquejan a la maquinaria social así
como la medicina se encarga de los males fisiológicos y químicos humanos, esta
literatura de Tolstoi, La muerte de Iván Ilich, va a buscar concatenar el
diagnóstico médico del paciente en correlación con el diagnóstico del déficit
moral de la sociedad petersburguesa:
Las observaciones médicas y las
literarias de la distinción sano/enfermo son parte de formaciones discursivas
que obedecen a distintos intereses del saber y producen conocimientos
diferentes. Mientras que la medicina como ciencia etiológica apunta al
diagnóstico, a la terapia y a la cura de enfermedades, la literatura y el arte
son capaces de hacer diagnósticos estéticos sobre el estado de la cuestión en
una sociedad y sobre constelaciones culturales. De esta manera, pueden hacerse
enunciaciones sobre la realización y la interrelación de diagnósticos médicos
en dispositivos culturales del saber de determinados estados sociales y
epocales. (Bongers, 2006. p. 15)
Así, pues, podemos observar que la
propuesta, en muchas ocasiones, de literaturas como la de Tolstoi, tienen dentro
de sí la intención de generar un panorama social y de cuáles son sus
limitaciones y déficits morales, es una narrativa que tiende a ser
profundamente crítica y filosófica a través de procesos de interpretación que
buscan reflejar lo peor de la sociedad, cuales son los males que la aquejan,
por qué eso sucede, cual es el pecado
de personajes como Iván Ilich.
Aquí empieza el conflicto, ¿hasta
qué punto representa Iván Ilich un estado deficiente de la cultura y la
sociedad rusa? Con La muerte de Iván
Ilich, el autor se dedica a presentarnos una fotografía casi perfecta de
una realidad muy en específica de personajes rusos, tipos sociales como Iván
Ilich o incluso, como es de esperarse, de los médicos. Lo que debe llamar la
atención de esta correlación es el establecimiento de un juez y un médico al
mismo plano de acción laboral, productiva y social: los dos se convierten en
burócratas de una enferma maquinaria social.
La
muerte de Iván Ilich es la historia de un juez de origen humilde que en
ocasiones puede resultar vulgar y que en realidad es un advenedizo, la historia
comienza con su muerte, de entrada nos indican que la historia no tiene un
“final feliz” que empieza como suele ser la vida, con la muerte, con una
tragedia, es cuando la verdadera faz del hombre se muestra. El narrador nos
describe a partir de ese inicio un salto en el tiempo que se remonta a los
orígenes del protagonista y busca que el lector comprenda y complete la
historia: ¿por qué está muerto Iván Ilich?
Se describen una cantidad de escenas
de la vida cotidiana que reflejan cómo la sociedad rusa pensaba que debería
existir. Iván Ilich se convierte en un peón más de un inmenso y complicado ajedrez social. En la hora de su
muerte él contempla esa horrible realidad a los ojos, contempla lo que ha hecho
con su vida, en la enfermedad y, con el aire frío de la muerte en la nuca,
contempla todo aquello que está mal dentro de la sociedad. Él despilfarró su
vida haciendo lo que los demás creían que era lo correcto y nunca hizo nada que
lo hiciera real y tangiblemente feliz y todo eso le condujo a quedar postrado
en una cama con unos dolores horribles de los que nunca se supo de donde
provenían.
En medio de los dolores de la vida
aparece la figura del médico, con diferente nombre, pero resulta ser la misma
idea del médico de la época en general. Es un médico que se torna en un
completo burócrata, que no siente a sus pacientes, no le interesan en absoluto
más que como sujetos productivos que han dejado de serlo. Su única labor es
auscultar a ese individuo sin identidad para determinar las causas de sus
males, curarlo y que vuelva a ser productivo. Ante la irritabilidad de Iván
Ilich su esposa le exige visitar un médico para curarse y una vez estuvo en sus
manos esto genera un fuerte resentimiento en la conciencia de Iván Ilich, en
efecto fue al médico:
Todo resultó tal y como él
esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral
gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y
auscultaciones, las preguntas que exigen cierto tiempo para ser contestadas y
cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto que parecía
decir: “Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la solución
indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se
trate.” Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que
él procedía con los acusados, procedía con él el famoso doctor. (Tolstoi, 1969.
pp. 44-45).
Iván
Ilich empieza a reconocer que el problema fundamental de su enfermedad ha
trascendido lo netamente biológico, se enfrenta ahora a una nueva forma de
padecimiento que él no es capaz de reconocer, no es capaz de nombrarlo pero que
está ahí de alguna manera. Es determinante que este tipo de padecimiento haga
su aparición precisamente en una época en la que la ciencia médica se estaba
dedicando a determinar, o a reconocer, cierto tipo de padecimientos que antes
no podrían haber sido reconocidos con eficiencia y que eran frecuentemente confundidos
con posesiones demoníacas. Los problemas mentales, la melancolía en todo su
esplendor, el gran mal que azota a la modernidad, la falta de empatía o de
calidez humana.
Aquí
entra otro problema de representación artística: cada época se caracteriza por
estar obsesionada con algún tipo de enfermedad o mal que empieza a embestir a
la sociedad o la civilización, así fue la peste negra, o incluso la sífilis.
Hoy en día es el cáncer o el SIDA. El mundo se ve plagado de neurosis colectiva
entorno a ciertos fenómenos que resulta incluso con un tinte un tanto
fetichista:
Friedell diagnostica un “clima de
decadencia general” en los siglos XIV y XV. […] Paralelamente ve en la época
alrededor de 1900 un “período de psicosis endémicas”, y la peste negra se
transforma por analogía en la peste de la Primera Guerra Mundial, que destruye
la humanidad, solo que parece mucho más artificiosa que la peste a comienzos de
la edad moderna.
[…]
Friedell añade que cada época
“crea sus propias enfermedades, que pertenecen a su fisionomía del mismo modo
que todo lo demás que esta crea: son sus creaciones especificas así como lo son
su arte…” (Bongers, 2006. pp. 16-17)
De manera que vemos como toda época tiene sus propias enfermedades típicas y vemos como
también estas se ven representadas a través de las distintas formas de
manifestación artística.
Podemos
poner por caso del romanticismo a Cumbres
Borrascosas, una novela particularmente trágica y tenebrosa en la que todo
el mundo que pierde su felicidad, o ve coartada por diferentes motivos sus
facultades para seguir existiendo, empieza a morir de unas fiebres que no
tienen nombre, una enfermedad completamente indeterminada que parece atacar a
la víctima no desde lo biológico orgánico sino desde lo psíquico y lo químico. Este
es el gran padecimiento que se empieza a manifestar desde el Romanticismo y que
se va a ver prolongado acompañado de la masificación del ser netamente
productivo y deshumanizado en el Realismo: el pesar, el hastío, la melancolía
que atacan a sus víctimas por igual,
pero son víctimas particulares, victimas que se ven en el colmo de la conciencia filosófica de su
lugar en el mundo y de lo mal que están “las cosas”.
Esto
es lo que le ocurre a Iván Ilich, se ve complicado por una enfermedad que
parece brotar de la nada y que es recogida junto con su implicación en la
sociedad. Para la sociedad el hecho de que Iván Ilich esté enfermo implica
muchas cosas, implica que sus compañeros inferiores ven una oportunidad para
trepar dentro de la burocracia y obtener más dividendos, implica que la maquinaria
social solo necesita suplir la falta de una pieza inidentificada con otra,
implica incluso que Praskovia Fiódorovna ya no va a tener que preocuparse por
un marido que ya no produce absolutamente más nada que un peso muerto en la
casa, que debe ser atendido y que solo consume los recursos con los que ellos
pudieran llevar una vida más aburguesada.
Iván
Ilich en el colmo de su enfermedad y su agonía comienza a contemplar,
valiéndose el estado melancólico en el que se encuentra con que todo lo que ha
vivido en su vida ha sido una constante mentira, una constante representación,
una puesta en escena falaz de gente que ya no siente sino que solamente
deambula por la vida siguiendo ciegamente lo que dicta el statu quo. Iván Ilich
se encuentra con la mentira:
La mentira, esta mentira de que
era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto
solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el
esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich. Y, cosa rara, en muchas
ocasiones, cuando realizaban con él sus maniobras, estaba a punto de decirles:
“No mintáis; sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo; dejad de mentir al menos.”
Pero nunca tuvo el valor de hacerlo. El acto terrible y espantoso de su agonía
(lo veía muy bien) habíase reducido por todos cuantos le rodeaban a una simple
molestia, a cierta falta de decoro (como se miraría a la persona que al entrar
en un salón despide mal olor), fieles al “decoro” a que él se había subordinado
toda su vida; veía que nadie sentía lastima de él, porque nadie quería siquiera
comprender su situación. (p.62)
Dando
un salto más adelante, incluso podríamos observar como la literatura de
nuestros tiempos sigue siendo un lugar desde el cual la enfermedad social se
mezcla con padecimientos psíquicos y biológicos orgánicos para crear una nueva
complicación de estigmas sociales. Es bastante claro en el Salón de Belleza de Mario Bellatín que la sociedad sigue estando
contaminada de procesos de masificación, estigma social y falta de empatía con
los individuos que la componen.
El Salón de belleza representa la crítica a una sociedad jerarquizada que juzga
todo aquello que es diferente sin motivación ni fundamentos aparentes. Dentro
del salón no hay jerarquización, es el sitio que está destinado exclusivamente
para dejar salir y ser a la decadencia del cuerpo y de la sociedad misma,
sociedad que nace siendo vanidosa pero que ineludiblemente se ve reducida a la
decadencia de la descomposición por la que tienen que atravesar todos los
cuerpos vivientes, la sociedad es un cuerpo, compuesto de cuerpos más pequeños
que se descomponen con ella.
Se
intenta dar una imagen de igualdad en la que no importa el papel que ocupa
alguien en la sociedad, su destino será el mismo: la muerte y la putrefacción
de la materia, eso que hace iguales a todos los hombres. En este punto ya queda
solo el cuerpo, la pura corporalidad afectiva del narrador-personaje quien en
su transición hacia la muerte, realiza una marcha gloriosamente decadente pues
en su traspaso va a encontrar el fin último que había buscado a lo largo de
toda su vida. La muerte se torna belleza. Velar por preservar la belleza y por
ver la belleza en la muerte es aquello que le produce goce.
Luego,
esta idea reflexiva y filosófica entorno a la muerte van a marcar la pauta
final de la obra de Tolstoi. El libro empieza postmortem, continúa siendo el relato de una agonía física y moral,
para empezar a terminar sus páginas con un despertar de conciencia física y
social que Iván Ilich solo logra contemplar ante la presencia de la muerte:
“Me deslizaba cuesta abajo y me
imaginaba que iba cuesta arriba. Así fue. En la medida en que, en opinión de la
gente, iba en ascenso, la vida se escapaba bajo mis pies… Y ahora estoy listo,
¡puedo morirme!”
“¿Qué quiere decir esto? ¿Para
qué? No puede ser. Resulta imposible que la vida sea tan absurda y repulsiva.
Y, si es así, ¿para qué morir, y morir entre sufrimientos? Aquí hay algo que
marcha mal.”
“¿Es que no he vivido como
debiera?”, se le ocurrió. “Pero ¿cómo ha podido ser, si hice todo conforme
debía?”, se dijo, y al instante rechazó, como algo totalmente imposible, la
única solución de todo el enigma de la vida y la muerte. (p.73)
Al
final, Iván Ilich reconoce lo que estuvo mal. Sus últimos días de vida se
basaron en una completa preparación personal e individual para el tránsito
hacia la muerte, y no solo con eso, en sus últimos días obtuvo el consuelo de
su ayuda de cámara, Guerásim, él le dio todo lo que Iván Ilich necesitaba, un
ser humano, alguien con empatía por su situación, un figura angelical y única
entre toda aquella masa informe de relaciones sociales falsas que se habían
tejido a su alrededor. Bajo el cuidado de Guerásim, Iván Ilich consigue
contacto y empatía verdaderamente humana. Al punto de que encontraba cierto
alivio particular de su agonía cuando pasaba largo tiempo con Guerásim y cuando
este tenía contacto físico con él. Adquiría algo entrañable que la nostalgia y
la melancolía le hacían extrañar a los sentimientos más primigenios de su ser
sin que él, Iván Ilich, siquiera supiera que estaban dentro de él.
Su
consuelo fue la paz. Perdió todo miedo a la muerte pues la había reconocido, la
había tocado, la había visto a los ojos en sus delirios agónicos. El abandonó
este mundo siendo libre en aquel cuarto encerrado, estando a solas solo con sus
pensamientos, y en ocasiones con Guerásim, Iván Ilich reconoció lo mal que
estaba todo.
Tolstoi nos entrega una visión particular del mundo en el que la única esperanza que
se podía contemplar era quizás la muerte. O no tanto la muerte como el arte.
Podría incluso decirse que a la vida de Iván Ilich le faltó arte, le faltó
subjetividad, le faltó emoción, le faltó reconocer que la sociedad estaba
infestada de falsedades que enajenaban y que, hoy en día, siguen enajenando al
sujeto de poder contemplar la belleza que se puede obtener del mundo si tan
solo prestáramos un poco de atención.
Tolstoi
nos ofrece un retrato claro de una sociedad en completa decadencia, que no es
capaz de despertar ante la falacia que ha caído, aboga por el contagio de los
sentimientos humanos hacia los que son más pobres de espíritu. Ante esto, los
sentimientos más primigenios del hombre no puede sino reaccionar, con suerte
llegar a filosofar como lo pudo hacer Iván Ilich, reconocer en la sociedad su
mal, el mal de la masificación esclavizante de la productividad, el gran mal de
la sociedad moderna que lleva a sus individuos a enloquecer. El mal que puede
curarse. Pero es un mal que ineludiblemente está asociado con la capacidad de
las personas para poder pensarse en el mundo.
Quizás
esa melancolía viene por el reconocimiento de la putrefacción y sentirse
incapaz de cambiar aquello, dependiendo del lugar del que lo mires puedes
intentar ser feliz, viviendo la belleza, buscando la unicidad, riendo o puedes
acabar como Iván Ilich: en completa agonía, o como muchos otros que no
toleraron tal despertar de la conciencia en el suicidio.
Referencias
bibliográficas
Bongers, W., Olbrich, T. (2006). Literatura, cultura, enfermedad. Buenos
Aires: Paidós.
Tolstoi, L. (1969). La muerte de Iván Ilich. El Diablo. El padre Sergio. España:
Salvat.