Había pasado una noche difícil, igual
que todas las demás desde que aceptó ser parte de toda esta charada. Llevaba
más tiempo que ningún otro cumpliendo con el trato. Con esas Bestias no se
podía negociar, si te elegían tenías que hacerlo y convenía: si aceptabas toda
tu familia era salvada y privilegiada.
Abrió los ojos, contempló el dosel y luego
el otro lado vacío de la gran cama. Observó todo lo que tenía a la vista en la
espaciosa habitación. Veía las molduras de oro, las jambas de las puertas, las
esculturas, los cuadros, las cortinas, los muebles, hasta los vasos y la jarra
del agua. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había llegado el día en el
que tendría que ponerle fin a aquello. Su mayor interpretación había llegado a
su fin y era hora de retirarse en su mejor momento.
Hizo lo que acostumbraba a hacer todos
los días: se levantó de la cama sin reparar en que solo vestía sus calzones,
sus muy finos calzones. Le parecía hasta estúpido. Solo era un simple actor en
el mayor montaje de la mayor farsa que esa
gente podría haber visto. Ni siquiera lo imaginaban. Siguió pensando, lo
poco que se atrevía a pensar, eso no era lo suyo en realidad, se puso las
esponjosas pantuflas y se cubrió la enorme y morena anatomía con la costosa
bata de seda que le habían regalado sus camaradas chinos.
Le alegraba que generalmente nunca lo
molestaran, tenía cierta privacidad garantizada. Solo tenía que limitarse a
hacer lo que le dijeran y a no salir nunca de su lujosa prisión. Era tanta su
privacidad que él mismo había insistido en no tener ningún tipo de servicio que
no fuera lavandería o comida, le gustaba mantener sus espacios sagrados, así
sentía que hacía algo que no fuera mentir. Algo que fuera verdad, pues él era
solo un actor muy bien pagado. Aunque a veces, todo aquello, para él, no tenía
sentido. Todo ese dinero y no podía usarlo para sí mismo. Llegaba a dudar que
alguna vez, en todos esos años que las Bestias llevaron ese sistema, le
hubieran pagado a alguien.
Suspiró, abrió las cortinas y vio hacia
lo que podía ver de la ciudad. Altos edificios residenciales ahora tapaban la
genial vista desde aquella colina sobre la que habían construido su prisión.
Antes, los habitantes de esa misma celda podían observar todo cuanto bañaba la
luz sobre su valle, su corral, su ciudad, sus dominios, ahora solo veía humo de
carros, edificios horrendos, ranchos y monte. A unas pocas cuadras veía hacia
la colina vecina y se maravillaba con el bonito arco que coronaba la cima.
Después bajó la mirada hacia la entrada de su prisión, vio a sus elegantes y
uniformados carceleros y se resignó. «Hoy es el día» pensó.
Fue al elegante baño, se quitó la poca
ropa que tenía, contempló los principios de la soriasis en su abultada barriga
y se convenció aún más de que ese era el día perfecto para hacerlo. Se sentía
bien consigo mismo de solo pensarlo. Se metió a bañar y siguió los protocolos
cosméticos de siempre para poder mantener las apariencias como se debe, aunque
no le preocupaban mucho en realidad, trató de mantenerlo tan burdo como fuera
posible para así poder darle un toque especial a su plan, moriría pronto de
todas formas, rogaba que así fuera.
Estuvo como una hora bañándose, hasta
que por fin decidió que era el momento de salir y enfrentarse al mundo.
Intentó arreglar como pudo su dañado
cabello. Se cepilló los amarillos dientes y salió de nuevo al cuarto, donde ya
tenía preparada la muda de ropa. Sobre la mesa de centro de la habitación
yacían los elegantes adornos que requeriría ese día, en sus respectivos
estuches con interior de terciopelo rojo, por supuesto. Todo para aquel gran
día.
Se sentó en la cama, encendió un cigarrillo,
se puso ropa interior limpia, se llenó de crema para la psoriasis y luego se
aplicó mucho talco para evitar la comezón. A veces pensaba (las pocas veces que
lo hacía de verdad) que tenía demasiado cuerpo y muy poco cerebro y hasta
llegaba a sentirse mal por eso, pero ya no importaba. En el fondo, una de las
cosas que sabía mejor era que no sabía absolutamente nada, y eso le parecía muy
profundo por alguna extraña razón, porque él apenas y sabía leer, y muy apenas.
Metió sus robustas, celulíticas y
ulceradas piernas en el amplio pantalón. Se montó el pesado chaleco antibalas,
una gruesa franela blanca y sobre ella la gran camisa Hugo Boss que pidió
expresamente para ese día, la cosa parecía una carpa de circo. La abotonó (a la
camisa), se la fajó por dentro del pantalón y se ajustó la corbata, la corbata
era su especialidad, le gustaba jugar con los nudos, él también podía ser
coqueto y algo jocoso.
Se amarró las trenzas de los importados
y pulidos zapatos, nunca entendió como es que las Bestias siempre hablaban de
lo propio y todo lo que usaban era importado, una vez había oído que ellos
había perfeccionado un arte, tenía que ver con un doble algo…nunca recordaba
bien. Terminó de esforzar sus agotadas neuronas, acarició las dulces y suaves
sábanas que lo habían acogido tanto tiempo y se levantó por última vez de la
hermosa cama endoselada.
Entonces presionó el botón en la mesita
de noche de la cama y entró la ayuda de cámara al ataque, los tres jóvenes
agarraron cada uno un adorno y lo puso en su respectivo lugar sobre su gran
anatomía (la de él). Todo milimétricamente colocado y ajustado para que no se
moviera nada en todo el día. Eso era lo que más le molestaba y le fastidiaba de
todo, era súper monótono, los tres mismos colores para todo y de paso soportar
el peso del oro, las turmalinas, los zafiros y los rubíes, todo el día. Se
sentía como una reina que le habían mencionado una vez, una que nunca moría y
que tenía que llevar una corona pesadísima. Sintió lástima por ella.
Esperó sentado a que lo llamaran
mientras recordaba sus líneas una y otra vez. Sabía cómo hablar en público,
cómo gritar y cómo insultar a sus enemigos (los de las Bestias).
Lo fueron a buscar, y mientras avanzaban
por los hermosos salones y pasillos de su hermosa prisión crisoelefantina (la
de ellos, las Bestias), le explicaban otra vez la agenda del día. «Que ladilla
tener que complacer a esta gente, ni
siquiera se dan cuenta cuando hacen el cambio» pensaba mientras caminaba.
Ese día decidió hacerlo peor que nunca
para obligar a esas Bestias a salir de él. Pero no les daría el gusto, el mismo
lo haría y ellos tendrían que limpiar el desastre.
Salió por la gran puerta principal
(siempre le había parecido muy bonita y elegante) y de inmediato comenzaron los
flashes. En medio de los flashes apareció la mujer y lo agarró de la mano como
a un crio, ese era su trabajo. A ella la odiaba más que a ellos (las Bestias).
Nunca se había preguntado si a ella también le tenían reemplazos.
Los demás monigotes hacían como que
hablaban con él y reían juntos como amigos de toda la vida mientras el saludaba
complacido, igual que siempre, para toda la gente, esa gente tan imbécil.
Dio su discurso frente a las cámaras. Saludó.
Lució impecable. Amenazó a sus enemigos y siguió su guion a la perfección.
Todos aplaudían.
Después vino la parte dura: aguantar
parado, con todo aquello encima, mientras veía y saludaba a todos aquellos
simios caminando uno tras otros con sus máquinas rechinando, sus armas oxidadas
y sus caballos relinchando. Ese fue el momento, justo cuando pasaban los
aviones, que cometió su estupidez. Se dio cuenta que sus Bestias, sus amos, se
dieron cuenta y sabía que había funcionado. La cuestión que le quedaba por
resolver era como lo haría.
Había escuchado cómo habían acabado con
los otros reemplazos, por eso él tenía que hacer algo distinto. Se decidió por
la cosa tricolor que le atravesaba el pecho.
Lo sacaron de ahí tan pronto como
pudieron y se alegró de salir, por fin, del sol inclemente que estaba pegando y
quemando mientras él estaba con toda aquella parafernalia encima. Moría de
hambre y calor.
Llegó otra vez a su habitación (la de
él), en su prisión crisoelefantina (la de ellos, las Bestias) y vio el sitio
perfecto junto a la ventana. Dejó una nota pidiendo que por favor consideraran
a la poca familia que le quedaba, pedía que por favor le dieran el dinero
porque les hacía falta. Y si los iban a matar, que por favor tuvieran piedad.
Se subió en una silla, se quitó aquel
pedazo de tela tricolor, la lanzó sobre la viga, le hizo un nudo, se la puso al
cuello, se persignó y solo pensó en algo: esta
gente ni se imagina que para la mañana siguiente tendrían a otro habitante
de esta celda de oro, llena de impostores, farsantes, falsificadores, estafadores,
hipócritas, que solo obedecen a sus propios impulsos, oprimiendo la bota de su
poder contra la cara de los demás, de
aquella gente, todo en medio de la
mayor puesta en escena que podrían haber diseñado.
Se sintió raro pensando algo tan
profundo y le alegró sentir el nudo acabando con todo. Le alegró ser alguien
que no sabía mucho de nada y se alegró de poder contemplar aquello que había
dejado atrás y a esta gente que no tenía idea. Él podría no saber mucho de
nada, pero esa gente era imbécil si de
verdad no se daba cuenta, eso lo ponía a él sobre ellos.
Su satisfacción en ese momento fue
breve, pero pronto se vio más intensificada que nunca, desde aquel lugar desde
el que estaba colgando, desde el que había pateado la silla, podía ver hacia la
puerta y escuchar los gritos de sus carceleros, fue entonces cuando la puerta
se abrió de golpe y entraron en tropel hombres armados y uniformados de gala,
escoltando a una figura amplia, abultada, morena, con el cabello negro y
quemado, con un tupido bigote negro sobre sus labios, una sonrisa socarrona,
era como verse a sí mismo parado en la puerta mientras su vida se extinguía.
Era su digno sucesor, y tenía pinta de que este sí perduraría un tiempo, quizás
no fueran a necesitar otro, este se veía satisfecho con lo que veía.
Desde aquel lugar en el que ahora veía
sintió un poco de lastima acompañando a su satisfacción por la mentira y por el
caos tan perfecto que impulsaban la vida de un artista como él, pero fue
pasajera. Estos (las Bestias) pecaban
en su malignidad, regocijándose en su crápula, en su maledicencia, en su
terror, en sus crímenes, aquellos
pecaban todos de pendejos, de blandengues, de ciegos, pusilánimes, guevones todos, amos y siervos hechos a
imagen y semejanza, y él, desde aquel nudo, desde aquella horca, desde aquella
torre de marfil, después de todo, ahora él era libre y ellos no.