martes, 18 de octubre de 2016

La pasión de Blancaflor Aguirre

        La pobre Blancaflor Aguirre ya tenía tres meses pasando trabajo y dando golpes, del timbo al tambo, por toda Margarita. Ya su papá la tenía verde. Primero tuvieron que salir huyendo de la ira del rey de España, después Blancaflor tuvo que romper su compromiso con Juan Crisóstomo y ver como su hermana se quedaba con el otro hermano de Juan Crisóstomo que era el de los reales. Después de aquello nada la complacía y, muy por el contrario, ya no sabía qué hacer con su papá. Ella era su niña querida pero el Loco aquel seguía haciendo de las suyas y tierra que pisaba, tierra que arrasaba. Aun así, ella tenía la forma perfecta de vengarse de él: haciendo lo que más odiaba mientras él la hacía estar encerrada para que no la mataran o secuestraran para tener poder sobre el Tirano y que así se detuviera. Así las cosas, a Blancaflor lo que le quedaba por hacer era divertirse, jugar con la muerte, con el genio del papá y hacer avivar los rumores de su pasión secreta.
            Una y otra vez Blancaflor tenía que lidiar con las habladurías de la gente y de las mantuanas fastidiosas que lo que hacían era hablar pestes de ella como si ella tuviera la culpa de que el papá estuviera loco e’ bola. Su única amiga era Madame Rubí, la dulce dueña del negocio más concurrido de La Asunción, que era famoso por los servicios tan completos que ofrecía a sus clientes y además por la gran discreción que otorgaba como parte de su política. Gracias a ella había conocido lo que se convirtió en su único deleite en el Nuevo Mundo. Madame Rubí tenía su negocio montado con el muelle y podía importar solo la mejor mercancía para los más exigentes, y Blancaflor Aguirre era una cliente que sabía pagar bien y disfrutar de lo que pagaba.
            Esos tres meses fueron de aquello: dos por la mañana y dos por la noche, bien gordotas, redonditas, curvilíneas y jugosas. De solo verlas Blancaflor empezaba a babear entrando en una especie de éxtasis místico, deseosa por probar aquella divinidad. La vaina era todos los días menos los domingos, los domingos estaba  con su papá y no podía zafarse de él para cumplir su cita con Madame Rubí, ella también tenía asuntos que atender los domingos: al finalizar la hora de Vísperas ella misma se encargaba de atender a los frailes del convento que preferían solo las de Madame Rubí, no les gustaban más ningunas.
           En la hostilidad de la recién fundada Margarita, la pobre Blancaflor veía como su papá llegaba como un energúmeno despotricando contra todo lo que no fuera él mismo o su amada hija. Que si sus hombres eran unos inútiles, que si le iba a partir la madre al rey a garrotazos, que si la perra de Madame Rubí lo que hacía era traficar con su mercancía de mierda que impregnaban las calles con aquel olor pestilente, las calles que él, con mucho sacrificio, tenía que transitar trayendo consigo la Libertad al Nuevo Mundo. Le gustaba pensar que era el Príncipe de la Libertad, pero como detestaba a aquellos indios y campesinos blancos de baja extirpe que lo que hacían era regodearse en aquella cosa tan fea que Madame Rubí promocionaba y hacía tan tranquila.
A todos les encantaba, pero lo que no entraba en la mente del Tirano era como aquella cosa tan repugnante se seguía practicando como si fuera cualquier cosa, y no solo con eso, al parecer, según decían las malas lenguas, empezaron a surgir negocios similares por todas partes, no con todos los servicios que ofrecía la Madame, pero si con el que llamaba más la atención. Todo el mundo le preguntaba como lo hacía. Cuál era su secreto. Y el Príncipe de la Libertad, que vivía escuchando los rumores, optaba por matar al que viera disfrutando de aquello en plena calle y ya, pero esos zánganos no aprendían su lección.
Un día, Blancaflor acababa de regresar de hacerle una visita a su amiga Rubí y se estaba alistando para cumplir con el oficio de Tercia, cuando de pronto se ha aparecido el Tirano con los ojos completamente desorbitados e histérico gritando como loco: -¡Nos vamos pa’l carajo! ¡Si no me mató el rey de España, menos me van a matar los margariteños con sus vainas! Blancaflor no se atrevió ni a dirigirle la palabra, arregló sus cosas como pudo y a las dos horas ya estaba montada en un barco con un rumbo que solo conocía su encolerizado padre.
Desembarcaron, después de un viaje corto pero fastidioso, en Nueva Valencia del Rey y lo que más resentía la pobre Blancaflor era haber dejado atrás a Madame Rubí y los servicios tan buenos que prestaba. Por aquellos días, cuando atracaron, Blancaflor le envió una nota preguntándole en donde podía encontrar servicios como los suyos estando tan lejos. Lo único que le quedaba por hacer era rogar por una respuesta satisfactoria y seguir al loco del papá para donde fuera que él quisiese.
Mientras el Tirano marchaba, la pobre Blancaflor estuvo durmiendo en campamentos improvisados, y en las casas que el papá lograba asaltar para que ella y los soldados pudieran dormir. Todo la sacaba de quicio, en especial porque ya no contaba con la pequeña satisfacción que era sucumbir a su pasión secreta en las narices del papá, no porque no pudiera, sino porque no encontraba sitio alguno en el que alguien tuviera el mismo negocio, o las mismas habilidades, que su querida amiga.
Al fin, Blancaflor descansó de su peregrinaje impuesto por su padre en el Nuevo Mundo cuando llegaron al destino que este había establecido como objetivo a conquistar para reorganizar sus fuerzas. El Tirano tenía previsto atacar Barquisimeto y El Tocuyo para expulsar a las tropas reales, y establecer su propio dominio mientras que su hija solo podía hacer lo que él dijera. Y pensar que no tenía ni como regresarse para España. Lo único que le quedaba era esperar la respuesta de Madame Rubí para saciar sus necesidades.
Ya establecidos en El Tocuyo, Blancaflor empezó a escuchar en la iglesia que estaban tras la cabeza de su padre, estaban ofreciendo una recompensa y hasta prebendas reales por el que le diera fin al Tirano, al Loco, y no pudo evitar sentir una gran preocupación, en especial porque el loco del papá no había aparecido desde hacía una semana.
En medio de la preocupación, cierto día de octubre, Blancaflor recibió la respuesta que esperaba. De inmediato se le olvidó el papá, los nombres y hasta el corsé. Salió de la casa casi sin arreglarse buscando desesperada la dirección que le había enviado Madame Rubí. «Gracias a Dios, gracias a Dios» pensaba la pobre Blancaflor. Llegó a la dirección indicada, preguntó cuál era la mejor que tenían, le dijeron que una a la que llamaban Reina,  esa misma pidió, y se devolvió pa’ su casa apuradita esperando que el papá no apareciera por lo menos en dos horas más, para ella poder entregarse tranquila a lo suyo.
Craso error.
A la media hora, Blancaflor seguía fajada en lo suyo, y justo se ha aparecido ese hombre más iracundo que nunca. Pasaba sus ojos de toro encendidos de aquella a la que llamaban Reina a su hija, y de la hija a la tal Reina. Fue tanto el horror de aquel momento de desesperación que, completamente herido y cegado por su cólera, no le dio descanso a su brazo hasta que se dio cuenta que ya la pobre Blancaflor yacía herida de muerte en el piso junto a su Reina, llena de puñaladas, propinadas por su propio padre.
Aguirre salió corriendo de inmediato de su casa, pues ya lo venían persiguiendo desde hace rato después que sus propios hombres se le volvieran en contra. Como a los veinte minutos de estar corriendo se encontró con una barricada puesta por las fuerzas reales y cuando se iba a dar vuelta vio a sus propios hombres viniendo enardecidos pidiendo su cabeza. Desenvainó la espada, sacó el garrote y empezó a repartir su Libertad como solo él sabía. Los muy desgraciados se mofaban de él usando lo que el Tirano más odiaba, le injuriaban el haber matado a su hija por una vaina que hacía todo el mundo y de paso una cosa tan buena como zaparse a la Reina, y seguido, de paso. El primero que lo atacó falló la puñalada y Aguirre le reventó el cráneo de un garrotazo, pero, mientras estaba de espaldas, el segundo que le fue a tirar si dio en el blanco y ese fue el fin del Tirano Aguirre, el final del Loco, aquel que le diera muerte a su propia hija.
En medio de aquel despelote, los hombres le escucharon sus últimas palabras gritadas con locura y con una ira y potencia infernal: “¡ESTE ES UN PUEBLO DE COMEDORES DE AREPAS!”