viernes, 28 de julio de 2017

La enferma maquinaria social y la urgencia del humanismo

             Es difícil entender hasta qué punto las artes ayudan al hombre a preservar su esencia. Es igual de difícil entender o intentar comprender desde que punto pueden ser consideradas las artes “útiles” para el desarrollo pleno de la raza humana. Hoy en día todo está completamente tecnificado, todo tiene un fin, todo tiene un propósito, todo tiene una mecánica utilitarista. Lo sublime, lo bello, ha pasado a un plano completamente superfluo o hasta lúdico, se pasa por alto sin reflexión.
              No siempre fue así.
            En los tiempos de transformación más cruciales que ha atravesado el hombre estos siempre han estado acompañados por unos complejos engranajes de elementos que los potencian y que determinan el rumbo de los acontecimientos. Como una red de interconexiones de acciones u omisiones que marcan el rumbo de la historia a partir de hechos, deshechos, pensamientos, palabras, verbo, pinceles, homicidios y gente loca, gente enferma también.
            El arte, fundamentalmente, sin él no tendríamos registro de todo lo que nos ha pasado durante tanto tiempo, gracias al arte encontramos formas de representar y reproducir. Los antiguos encontraron la forma de decir nosotros fuimos. Nosotros, lamentablemente, estamos dejando de ser así como ellos fueron. El arte, la imagen, después las palabras, y las ideas se fueron engranando y perfeccionando para dar paso a la literatura y poder emprender un camino en el que nos podemos hallar a  nosotros mismos.
            La literatura y sus hacedores más comprometidos, como Tolstoi, en su afán de darnos luces y representar la realidad, en la forma que sea, han encontrado en un período crucial de nuestra historia (s. XIX) la manera de dejar una advertencia tangible de aquello en lo que estaba mutando el mundo con tanta tecnología, organizaciones sociales construidas sobre artificios barrosos y falta de sensibilidad humana, falta de individualidad, falta de unicidad.
            El mundo en el que vivió Tolstoi fue un mundo marcado por la constante transformación de las capas sociales y de los medios de producción sobre los que era cimentada la sociedad moderna. En esa sociedad cimiento en la que vivió el autor de La muerte de Iván Ilich este pudo contemplar como la industria se abría paso dentro de la conformación misma del tejido social. Y una de las formas de darse cuenta, al igual que muchos otros, fue mediante un cuestionamiento filosófico serio sobre el carácter de la vida, la enfermedad y la muerte dentro de esa sociedad en transformación. Cuestionamiento que fue abordado de manera bastante efectiva mediante la narrativa, mediante la creación de literatura, de arte. Estos cuestionamientos pasan a enlazarse con otro instrumento particular que lograr crear una base sólida en sus argumentos a través de la ciencia: la medicina. La literatura se torna, pues, en un intento por generar un diagnóstico de los males que aquejan a la maquinaria social así como la medicina se encarga de los males fisiológicos y químicos humanos, esta literatura de Tolstoi, La muerte de Iván Ilich, va a buscar concatenar el diagnóstico médico del paciente en correlación con el diagnóstico del déficit moral de la sociedad petersburguesa:

Las observaciones médicas y las literarias de la distinción sano/enfermo son parte de formaciones discursivas que obedecen a distintos intereses del saber y producen conocimientos diferentes. Mientras que la medicina como ciencia etiológica apunta al diagnóstico, a la terapia y a la cura de enfermedades, la literatura y el arte son capaces de hacer diagnósticos estéticos sobre el estado de la cuestión en una sociedad y sobre constelaciones culturales. De esta manera, pueden hacerse enunciaciones sobre la realización y la interrelación de diagnósticos médicos en dispositivos culturales del saber de determinados estados sociales y epocales. (Bongers, 2006. p. 15)

            Así, pues, podemos observar que la propuesta, en muchas ocasiones, de literaturas como la de Tolstoi, tienen dentro de sí la intención de generar un panorama social y de cuáles son sus limitaciones y déficits morales, es una narrativa que tiende a ser profundamente crítica y filosófica a través de procesos de interpretación que buscan reflejar lo peor de la sociedad, cuales son los males que la aquejan, por qué eso sucede, cual es el pecado de personajes como Iván Ilich.
            Aquí empieza el conflicto, ¿hasta qué punto representa Iván Ilich un estado deficiente de la cultura y la sociedad rusa? Con La muerte de Iván Ilich, el autor se dedica a presentarnos una fotografía casi perfecta de una realidad muy en específica de personajes rusos, tipos sociales como Iván Ilich o incluso, como es de esperarse, de los médicos. Lo que debe llamar la atención de esta correlación es el establecimiento de un juez y un médico al mismo plano de acción laboral, productiva y social: los dos se convierten en burócratas de una enferma maquinaria social.
            La muerte de Iván Ilich es la historia de un juez de origen humilde que en ocasiones puede resultar vulgar y que en realidad es un advenedizo, la historia comienza con su muerte, de entrada nos indican que la historia no tiene un “final feliz” que empieza como suele ser la vida, con la muerte, con una tragedia, es cuando la verdadera faz del hombre se muestra. El narrador nos describe a partir de ese inicio un salto en el tiempo que se remonta a los orígenes del protagonista y busca que el lector comprenda y complete la historia: ¿por qué está muerto Iván Ilich?
            Se describen una cantidad de escenas de la vida cotidiana que reflejan cómo la sociedad rusa pensaba que debería existir. Iván Ilich se convierte en un peón más de un inmenso  y complicado ajedrez social. En la hora de su muerte él contempla esa horrible realidad a los ojos, contempla lo que ha hecho con su vida, en la enfermedad y, con el aire frío de la muerte en la nuca, contempla todo aquello que está mal dentro de la sociedad. Él despilfarró su vida haciendo lo que los demás creían que era lo correcto y nunca hizo nada que lo hiciera real y tangiblemente feliz y todo eso le condujo a quedar postrado en una cama con unos dolores horribles de los que nunca se supo de donde provenían.
            En medio de los dolores de la vida aparece la figura del médico, con diferente nombre, pero resulta ser la misma idea del médico de la época en general. Es un médico que se torna en un completo burócrata, que no siente a sus pacientes, no le interesan en absoluto más que como sujetos productivos que han dejado de serlo. Su única labor es auscultar a ese individuo sin identidad para determinar las causas de sus males, curarlo y que vuelva a ser productivo. Ante la irritabilidad de Iván Ilich su esposa le exige visitar un médico para curarse y una vez estuvo en sus manos esto genera un fuerte resentimiento en la conciencia de Iván Ilich, en efecto fue al médico:

Todo resultó tal y como él esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y auscultaciones, las preguntas que exigen cierto tiempo para ser contestadas y cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto que parecía decir: “Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la solución indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se trate.” Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que él procedía con los acusados, procedía con él el famoso doctor. (Tolstoi, 1969. pp. 44-45).

Iván Ilich empieza a reconocer que el problema fundamental de su enfermedad ha trascendido lo netamente biológico, se enfrenta ahora a una nueva forma de padecimiento que él no es capaz de reconocer, no es capaz de nombrarlo pero que está ahí de alguna manera. Es determinante que este tipo de padecimiento haga su aparición precisamente en una época en la que la ciencia médica se estaba dedicando a determinar, o a reconocer, cierto tipo de padecimientos que antes no podrían haber sido reconocidos con eficiencia y que eran frecuentemente confundidos con posesiones demoníacas. Los problemas mentales, la melancolía en todo su esplendor, el gran mal que azota a la modernidad, la falta de empatía o de calidez humana.
Aquí entra otro problema de representación artística: cada época se caracteriza por estar obsesionada con algún tipo de enfermedad o mal que empieza a embestir a la sociedad o la civilización, así fue la peste negra, o incluso la sífilis. Hoy en día es el cáncer o el SIDA. El mundo se ve plagado de neurosis colectiva entorno a ciertos fenómenos que resulta incluso con un tinte un tanto fetichista:

Friedell diagnostica un “clima de decadencia general” en los siglos XIV y XV. […] Paralelamente ve en la época alrededor de 1900 un “período de psicosis endémicas”, y la peste negra se transforma por analogía en la peste de la Primera Guerra Mundial, que destruye la humanidad, solo que parece mucho más artificiosa que la peste a comienzos de la edad moderna.
[…]
Friedell añade que cada época “crea sus propias enfermedades, que pertenecen a su fisionomía del mismo modo que todo lo demás que esta crea: son sus creaciones especificas así como lo son su arte…” (Bongers, 2006. pp. 16-17)

De manera que vemos como toda época tiene sus propias enfermedades típicas y vemos como también estas se ven representadas a través de las distintas formas de manifestación artística.
Podemos poner por caso del romanticismo a Cumbres Borrascosas, una novela particularmente trágica y tenebrosa en la que todo el mundo que pierde su felicidad, o ve coartada por diferentes motivos sus facultades para seguir existiendo, empieza a morir de unas fiebres que no tienen nombre, una enfermedad completamente indeterminada que parece atacar a la víctima no desde lo biológico orgánico sino desde lo psíquico y lo químico. Este es el gran padecimiento que se empieza a manifestar desde el Romanticismo y que se va a ver prolongado acompañado de la masificación del ser netamente productivo y deshumanizado en el Realismo: el pesar, el hastío, la melancolía que  atacan a sus víctimas por igual, pero son víctimas particulares, victimas que se ven  en el colmo de la conciencia filosófica de su lugar en el mundo y de lo mal que están “las cosas”.
Esto es lo que le ocurre a Iván Ilich, se ve complicado por una enfermedad que parece brotar de la nada y que es recogida junto con su implicación en la sociedad. Para la sociedad el hecho de que Iván Ilich esté enfermo implica muchas cosas, implica que sus compañeros inferiores ven una oportunidad para trepar dentro de la burocracia y obtener más dividendos, implica que la maquinaria social solo necesita suplir la falta de una pieza inidentificada con otra, implica incluso que Praskovia Fiódorovna ya no va a tener que preocuparse por un marido que ya no produce absolutamente más nada que un peso muerto en la casa, que debe ser atendido y que solo consume los recursos con los que ellos pudieran llevar una vida más aburguesada.
Iván Ilich en el colmo de su enfermedad y su agonía comienza a contemplar, valiéndose el estado melancólico en el que se encuentra con que todo lo que ha vivido en su vida ha sido una constante mentira, una constante representación, una puesta en escena falaz de gente que ya no siente sino que solamente deambula por la vida siguiendo ciegamente lo que dicta el statu quo. Iván Ilich se encuentra con la mentira:

La mentira, esta mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich. Y, cosa rara, en muchas ocasiones, cuando realizaban con él sus maniobras, estaba a punto de decirles: “No mintáis; sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo; dejad de mentir al menos.” Pero nunca tuvo el valor de hacerlo. El acto terrible y espantoso de su agonía (lo veía muy bien) habíase reducido por todos cuantos le rodeaban a una simple molestia, a cierta falta de decoro (como se miraría a la persona que al entrar en un salón despide mal olor), fieles al “decoro” a que él se había subordinado toda su vida; veía que nadie sentía lastima de él, porque nadie quería siquiera comprender su situación. (p.62)

Dando un salto más adelante, incluso podríamos observar como la literatura de nuestros tiempos sigue siendo un lugar desde el cual la enfermedad social se mezcla con padecimientos psíquicos y biológicos orgánicos para crear una nueva complicación de estigmas sociales. Es bastante claro en el Salón de Belleza de Mario Bellatín que la sociedad sigue estando contaminada de procesos de masificación, estigma social y falta de empatía con los individuos que la componen.
El Salón de belleza representa la crítica a una sociedad jerarquizada que juzga todo aquello que es diferente sin motivación ni fundamentos aparentes. Dentro del salón no hay jerarquización, es el sitio que está destinado exclusivamente para dejar salir y ser a la decadencia del cuerpo y de la sociedad misma, sociedad que nace siendo vanidosa pero que ineludiblemente se ve reducida a la decadencia de la descomposición por la que tienen que atravesar todos los cuerpos vivientes, la sociedad es un cuerpo, compuesto de cuerpos más pequeños que se descomponen con ella.
Se intenta dar una imagen de igualdad en la que no importa el papel que ocupa alguien en la sociedad, su destino será el mismo: la muerte y la putrefacción de la materia, eso que hace iguales a todos los hombres. En este punto ya queda solo el cuerpo, la pura corporalidad afectiva del narrador-personaje quien en su transición hacia la muerte, realiza una marcha gloriosamente decadente pues en su traspaso va a encontrar el fin último que había buscado a lo largo de toda su vida. La muerte se torna belleza. Velar por preservar la belleza y por ver la belleza en la muerte es aquello que le produce goce.
Luego, esta idea reflexiva y filosófica entorno a la muerte van a marcar la pauta final de la obra de Tolstoi. El libro empieza postmortem, continúa siendo el relato de una agonía física y moral, para empezar a terminar sus páginas con un despertar de conciencia física y social que Iván Ilich solo logra contemplar ante la presencia de la muerte:

“Me deslizaba cuesta abajo y me imaginaba que iba cuesta arriba. Así fue. En la medida en que, en opinión de la gente, iba en ascenso, la vida se escapaba bajo mis pies… Y ahora estoy listo, ¡puedo morirme!”
“¿Qué quiere decir esto? ¿Para qué? No puede ser. Resulta imposible que la vida sea tan absurda y repulsiva. Y, si es así, ¿para qué morir, y morir entre sufrimientos? Aquí hay algo que marcha mal.”
“¿Es que no he vivido como debiera?”, se le ocurrió. “Pero ¿cómo ha podido ser, si hice todo conforme debía?”, se dijo, y al instante rechazó, como algo totalmente imposible, la única solución de todo el enigma de la vida y la muerte. (p.73)

Al final, Iván Ilich reconoce lo que estuvo mal. Sus últimos días de vida se basaron en una completa preparación personal e individual para el tránsito hacia la muerte, y no solo con eso, en sus últimos días obtuvo el consuelo de su ayuda de cámara, Guerásim, él le dio todo lo que Iván Ilich necesitaba, un ser humano, alguien con empatía por su situación, un figura angelical y única entre toda aquella masa informe de relaciones sociales falsas que se habían tejido a su alrededor. Bajo el cuidado de Guerásim, Iván Ilich consigue contacto y empatía verdaderamente humana. Al punto de que encontraba cierto alivio particular de su agonía cuando pasaba largo tiempo con Guerásim y cuando este tenía contacto físico con él. Adquiría algo entrañable que la nostalgia y la melancolía le hacían extrañar a los sentimientos más primigenios de su ser sin que él, Iván Ilich, siquiera supiera que estaban dentro de él.
Su consuelo fue la paz. Perdió todo miedo a la muerte pues la había reconocido, la había tocado, la había visto a los ojos en sus delirios agónicos. El abandonó este mundo siendo libre en aquel cuarto encerrado, estando a solas solo con sus pensamientos, y en ocasiones con Guerásim, Iván Ilich reconoció lo mal que estaba todo.
Tolstoi nos entrega una visión particular del mundo en el que la única esperanza que se podía contemplar era quizás la muerte. O no tanto la muerte como el arte. Podría incluso decirse que a la vida de Iván Ilich le faltó arte, le faltó subjetividad, le faltó emoción, le faltó reconocer que la sociedad estaba infestada de falsedades que enajenaban y que, hoy en día, siguen enajenando al sujeto de poder contemplar la belleza que se puede obtener del mundo si tan solo prestáramos un poco de atención.
Tolstoi nos ofrece un retrato claro de una sociedad en completa decadencia, que no es capaz de despertar ante la falacia que ha caído, aboga por el contagio de los sentimientos humanos hacia los que son más pobres de espíritu. Ante esto, los sentimientos más primigenios del hombre no puede sino reaccionar, con suerte llegar a filosofar como lo pudo hacer Iván Ilich, reconocer en la sociedad su mal, el mal de la masificación esclavizante de la productividad, el gran mal de la sociedad moderna que lleva a sus individuos a enloquecer. El mal que puede curarse. Pero es un mal que ineludiblemente está asociado con la capacidad de las personas para poder pensarse en el mundo.
Quizás esa melancolía viene por el reconocimiento de la putrefacción y sentirse incapaz de cambiar aquello, dependiendo del lugar del que lo mires puedes intentar ser feliz, viviendo la belleza, buscando la unicidad, riendo o puedes acabar como Iván Ilich: en completa agonía, o como muchos otros que no toleraron tal despertar de la conciencia en el suicidio.


Referencias bibliográficas

Bongers, W., Olbrich, T. (2006). Literatura, cultura, enfermedad. Buenos Aires: Paidós.

Tolstoi, L. (1969). La muerte de Iván Ilich. El Diablo. El padre Sergio. España: Salvat.


jueves, 13 de julio de 2017

La ilusión de la evolución

A los seres humanos, en nuestra arrogancia, nos gusta pensar que hemos evolucionado, que hemos cambiado como especie, que hemos dejado atrás facetas primigenias, como el barbarismo o la violencia, que reinan en los lugares más oscuros de nuestra conciencia y nuestra genética.
La triste realidad es que si nos ponemos a observar la situación del mundo actual esto es fácilmente rebatible. Durante miles de años los seres humanos hemos lidiado con cierto tipo de personaje social que nos ha orillado a contemplar nuestras versiones más abyectas: cruzadas, guerras, batallas, esclavitud, gladiadores, amos, generales, emperadores, señores feudales, monjes y papas. Todos estos elementos concluyen en atrocidades que ha contemplado la humanidad en su pasado más cercano, de ellas quedan muy pocos registros de los que de verdad se quisieran para poder cuantificar la magnitud de los horrores.
Hoy en día, si bien es cierto que la sociedad humana, o por lo menos la occidental, ha aprendido a sobrellevar gracias a la tecnificación de los pilares más elementales de nuestra existencia, como el acceso a la comida, sus pulsiones más elementales como lo es la violencia, también es cierto que estas no han sido erradicadas del todo puesto que no hemos alcanzado una evolución biológica lo suficientemente sustanciosa para que ello ocurra.
En vista de esto podríamos afirmar fácilmente que sí, hemos desarrollado mucha tecnología, pero esa tecnología está basada en poner una máscara, o incluso un sedante, una camisa de fuerza, sobre nuestros verdaderos impulsos naturales. De igual manera es indispensable reconocer que el único factor variante es la globalización y el consecuente acceso amplísimo a la información que ha devenido en un reconocimiento total de atrocidades que hace 100 años no podrían haber sido enumeradas.

Hoy en día lo son, por lo que se nos hace creer que el ser humano es más o menos violento dependiendo del punto de vista de quien lo mire, pero si nos vamos a los hechos, la Yihad, la guerra santa musulmana, es en esencia la misma pugna de las cruzadas cristianas dejadas atrás hace más de mil años, solo que ahora es trending topic.